Una que escribiera siendo casi adolescente y entregué en manos de un convaleciente de varicela severa, y otra, que se ha quedado en mis manos de anciano, por razones que explico.
En Macorís del Valle Real, del Cibao, se había desatado una especie de polémica pública acerca de saber si Luis Henríquez, nuestro admirado “Caco de Cobre”, debía de ir, o no ir, a la Serie de Baseball Amateur del Caribe, que era entonces librada entre Cuba, Puerto Rico, Venezuela y República Dominicana.
Estaba en el primer curso de la escuela mundial y ya era un prospecto muy prometedor como pitcher; de consiguiente, mi ídolo era “Caco de Cobre”, a quien comencé a seguir desde el tiempo en que era “mascota” del equipo de la Factoría Munné.
Hace poco tiempo en mi Reminiscencia de fecha Mayo 15, 2021 titulada “Julián el Limpiabotas”, señalé la premonición de aquel humilde y dignísimo ciudadano de mi pueblo que oía retumbar lo peligroso del viaje del as y con cierta ira misteriosa rezongaba: “No debe ir. Esa vigüela son un aviso para que no viaje. Algo puede pasarle y no es bueno.”
Julián era mi amigo preferido entre los de su oficio y me captó con su presentimiento; por eso escribí la carta en papel de un cuaderno de puño y letra “para ir a los rieles”, bastante lejos, al rancho humildísimo de piso de tierra y techo de yaguas, a entregar mi carta al ícono nuestro.
Me recibió en su modesta cama y con su sonrisa de niño de siempre me dijo: “Bueno, cabezón, vamos a esperar qué dicen los otros.” No me los definió, pero me fui triste porque pensé que lo mío no tenía importancia. Total, no era más que un presentimiento del pobre Julián el limpiabotas.
Semanas después, Luis se fue con el equipo nacional a Caracas a participar en la famosa Red Mundial Amateur de entonces en la que abriría como pitcher de la República Dominicana.
Sin embargo, al día siguiente de llegar el equipo, en un pequeño restaurante donde cenaba junto a algunos compañeros, se armó una pelea con apasionados fanáticos caraqueños que allí estaban y al llegar la policía uno de ellos se esmeró en golpear con máxima rudeza el brazo derecho al pitcher estrella, que se mentaba a nivel de “Loro Escalante”, ya. Los fanáticos echaban vivas a su ídolo nacional, Daniel Canónigo.
Así se nos contó al regreso, pero ya Luis era un desecho como pitcher, aunque se conservaría como bateador ambidiestro, primera base y cuarto al bate. Lloramos todos, jóvenes y muchos viejos, por su pérdida.
De aquello debe hacer más de sesenta años y estoy muy viejo, a punto de cumplir noventa y cuatro, pero lúcido, gracias a Dios, y he sufrido mucho con lo que va resultando casi un drama nacional: Juan Soto. A él le escribí la otra carta que no intenté siquiera enviar y me pesa.
Ustedes podrían preguntarme: ¿Y por qué no envió la última carta? Lo decidí así porque ya era tarde. Juan se había sido convertido en un artículo colosal del comercio, glorificado en extremo por su última actuación en los Yankees.
Los medios de comunicación, en general, no advirtieron lo peligroso que era suscitar esas cuestiones del “salario más alto” que ofrecían los Mets, que superaba el más importante que le ofrecían para quedarse en un equipo que es leyenda gloriosa, junto a sus hazañosos récords de parejas históricas como Ruth, Mantle, Dimagio, Gehrig y su compañero inimitable Aaron Judge, “el Juez”.
No previeron lo que podría ocurrirle a ese joven de apenas veintiséis años llenarlo de elogios, a tal grado de llegarlo a considerar el “Number One”; las expectativas que se podrían desvanecer con el cambio de barrio del Bronx a Queens, ni cómo el Subway se podría encargar el repudio de uno y la aprobación precaria del otro; es decir, “siempre que siguiera brillando como en la serie recién celebrada, porque si no, sería un desastre”.
No advirtieron cómo podría venir la decepción enconosa, muy activada por ese salario fascinante tan alto y la posible asechanza de unas primera semanas de bajo rendimiento.
Admiro mucho a Juan, tanto como lo hice con Pedro, Manny, David, Felipe, el otro Juan de la línea noroeste, inmortales nuestros, sin dejar de mencionar a los tres últimos, Albert, Mota y Alex, así como otros muchos que por razones de espacio no nombro, pero que fueron embajadores ejemplares del gentilicio dominicano en todos los escenarios que merecieron vivas y aplausos.
Desde luego, eran otros tiempos, hay que decirlo, cuando el dinero a mansalva no desquiciaba ese deporte tan propicio para el sentimentalismo del seguimiento.
Por otra parte, la carta tenía juicios muy severos para el representante económico de Juan, que, según he visto luego, en su negociación logró una retribución de treinta y ocho millones de dólares, legítimamente, no hay dudas, pero a la sombra de un odioso e inevitable conflicto de intereses.
Sufro mucho al ver a Juan vacilante; me inquieta pensar en el momento de su despertar y volver por los lauros merecidos.
Por supuesto, algo que va mucho más lejos de lo personal, pues todos tenemos esa apasionada lealtad del beisbol romántico.
Se me dirá: ”Usted regresa en el boomerang de la edad a su infancia del piso de tierra y el techo de yaguas”, pero la nostalgia no es perniciosa si alienta valores.