Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.
En un bautizo, cada creyente representa a la comunidad local y a la Iglesia universal. Católica, “según la totalidad”, ha pasado a ser una denominación de una Iglesia particular. En su origen, “católico” se refería a los que creen según “lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos” (San Vicente de Lerins † 450).
Un creyente siempre es actor en un bautismo.
Ya en el comienzo de la ceremonia eres testigo del nombre escogido por los padres para su hijo y de la libertad con la que piden el bautismo, al responder a la pregunta del que preside: ¿qué piden a la Iglesia para este niño? A seguidas, de nuevo eres testigo del compromiso de padres y padrinos de educar a esa niña en la fe para que ame al Señor y al prójimo, según lo enseña Cristo en el Evangelio.
Junto a los padres y padrinos vas a orar, porque cada bautizado alcance nueva vida y se incorpore a la Iglesia de Dios.
Con toda la asamblea vas a renovar tu propio bautismo al hacer tuyas de nuevo las renuncias que tus padrinos hicieron en tu nombre. Te recuerdo algunas: la renuncia a la violencia, la injusticia, la arrogancia de quien se cree que no tiene que cambiar, a la discriminación, la búsqueda de la ventaja personal, al dinero como la aspiración suprema de la vida, tu propio bien por encima del bien común. Después, expresarás tu fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Justo antes de que el celebrante vierta agua sobre la cabeza de la niña, serás de nuevo testigo de la libertad con la que los padres responden a la pregunta: ¿Quieren por tanto que NN sea bautizada en la fe que acabamos de profesar?
Acercándose el final del rito, te vas a unir a toda la asamblea presente para anunciar que este niño algún día recibirá la confirmación del Espíritu para ser testigo del Evangelio en medio de la sociedad y participará en la Eucaristía.
Desde los inicios del cristianismo, el Padre Nuestro ha sido la oración que distingue a los que comulgan. Lo rezas en nombre del niño.
En cada bautizo, descubres que tu fe es una llamita del mismo fuego del Espíritu Santo que incendia a la Iglesia.