En Katmandú, miles de jóvenes salieron a las calles en septiembre, no por hambre ni por guerra, sino por frustración, por la falta de oportunidades, por un sistema político que les resulta ajeno, por sentir que la promesa de la modernidad digital no se traduce en progreso real. Aquellas protestas en Nepal, encabezadas en su mayoría por veinteañeros, fueron el eco más reciente del grito global de la Generación Z o los denominados “Zoomers”, los hijos de la inmediatez y del colapso simultáneo.
Nepal constituye un símbolo donde jóvenes, conectados a través de TikTok y Telegram, convocaron manifestaciones que desbordaron al gobierno, demostrando una capacidad de movilización inédita. Lo hicieron sin líderes visibles, sin partidos, sin jerarquías. Y esa estructura (o desestructura) es precisamente el sello de esta generación. Como son hijos de la red piensan con una lógica horizontal, son ágiles y rápidos, cuya fuerza radica en la coordinación instantánea y en la desconfianza hacia las instituciones que sus padres aún consideraban sagradas.
En menos de un año, los zoomers han encendido calles y redes en lugares tan disímiles como Nepal, Indonesia, Irán, Perú o Ecuador. Sus reclamos son parecidos, la falta de empleo digno, corrupción endémica, desigualdad estructural y un clima político donde los privilegios se heredan mientras las oportunidades se evaporan. Son jóvenes que crecieron escuchando discursos sobre meritocracia, pero que enfrentan mercados laborales precarizados, alquileres imposibles y crisis climáticas sin fin. Han visto a las generaciones anteriores fracasar en prometerles futuro.
Pero lo que hace distinta a esta ola no es solo la protesta, es también su lenguaje. La Generación Z protesta con memes, ironía y humor negro. Se informa en videos de 30 segundos y desconfía de los medios tradicionales. Ha trasladado el ágora al algoritmo. Cuando un zoomer se indigna, lo hace viral; cuando se moviliza, no lo hace por ideología, sino por afinidad emocional. Y eso descoloca a los poderes establecidos, acostumbrados a negociar con líderes, no con enjambres.
En América Latina, el eco de ese grito se siente con fuerza. Según datos del BID y la OIT, más del 55 % de los jóvenes latinoamericanos entre 18 y 24 años trabajan en condiciones de informalidad y uno de cada tres ni estudia ni trabaja formalmente. Esa precariedad económica se traduce en ansiedad colectiva. La OMS ya identifica a esta generación como la más afectada por problemas de salud mental de la historia reciente, como abordamos en un artículo anterior.
Los zoomers están agotados porque han heredado un planeta en crisis, democracias desgastadas y un sistema económico que premia la velocidad, no el esfuerzo. A diferencia de los millennials, más conciliadores, los zoomers son impacientes. No quieren reformas graduales; quieren reconfigurar la realidad desde su pantalla. Redefinen la comunicación política, las marcas, las narrativas mediáticas y hasta los valores éticos de la sociedad contemporánea.
Las protestas de Katmandú, entonces, no son solo un episodio en los Himalayas. Reflejan la ruptura entre una generación que exige sentido y un sistema que ofrece simulacros. Si los gobiernos no los escuchan, los zoomers no pedirán permiso, por le contrario, van a reprogramar la conversación pública desde los códigos de la viralidad, porque ellos son los dueño del algoritmo. El desafío está servido. Los zoomers no son el futuro; son el presente en estado de efervescencia.