Cuando la ideología entra por la puerta, la razón salta por la ventana.
El pasado domingo 19, decenas de personas convocadas por diversas instituciones vinculadas al medio ambiente, marcharon desde el Parque Enriquillo hasta el Palacio Nacional, enarbolando una serie de cuestionamientos hacia el gobierno y reiterando su llamado de oposición al desarrollo de proyectos mineros que consideran perjudiciales contra el medio ambiente.
Es saludable en sí misma la marcha, porque certifica que en República Dominicana el derecho a la protesta y a la libertad de expresión no sólo está debidamente consagrado en las leyes, sino que está protegido por la autoridad y legitimado por el ejercicio ciudadano.
Son válidos y pertinentes en la forma los reclamos que estas organizaciones –desde la lógica del interés ciudadano de la preservación del medio ambiente– hacen en torno a esos proyectos mineros, en el entendido de que es un derecho poder marchar y manifestar sus inquietudes.
Ahora bien, la naturaleza de los cuestionamientos hacia esas iniciativas mineras, ¿se hacen sobre la base de elementos técnicos y científicos, o a partir de especulaciones, prejuicios o presunciones?
La ciencia no se sostiene sobre la base de premisas ideológicas o sesgos. Decir que Punta Catalina “contamina y mata”, o que la presa de colas de Barrick representa un “peligro para la salud y sostenibilidad del país” –por citar dos ejemplos– es desconocer/negar que, previo a la realización de estas obras, fueron realizados Estudios de Impacto Ambiental que avalaron su pertinencia.
Afirmar lo contrario, sin poner sobre la mesa ningún estudio que sustente esas afirmaciones, no se corresponde con el rigor científico, sino que entra en el terreno de la especulación y del interés privado. Las cosas como son, y por su nombre.
La política minera de un Estado no puede estructurarse en función de amenazas o presunciones infundadas, sino de debates científicos, económicos y sociales. En lo que va de gobierno se han perdido cinco valiosos años para la formulación de una política minera nacional integral, sostenible y respetuosa con el medio ambiente.
El gobierno debe asumir con firmeza, determinación, valentía y sentido de Estado ese desafío; pero también con apertura, diálogo y tolerancia. Ver las marchas y protestas como un legítimo derecho de la ciudadanía; y, más que descalificarlas desde la lógica discursiva, proponer escenarios que, desde la ciencia y la criticidad metodológica, puedan validar o refutar dichas propuestas o reclamos.
La actividad minera constituye un pilar fundamental de nuestra economía, y, tan irresponsable como negarse a sostener una discusión seria y rigurosa sobre sus ventajas y desventajas, sería renunciar a la obligación moral que tiene el gobierno de planificar –prudente y diligentemente– la hoja de ruta de una explotación ambientalmente sostenible de los recursos mineros, durante las próximas décadas.
El gran fracaso minero de este gobierno será llegar a 2028 sin ese instrumento de planificación… y esa obligación recae exclusivamente en sus manos.