Hablar nos hace humanos. Articular palabras y expresarse por medio del lenguaje nos diferencia de las bestias. Sumido en el mundo de los animales, Argos, personaje secundario en “El Inmortal” –cuento de Borges–, recupera la humanidad perdida sólo cuando, en medio de la lluvia, puede expresarse –“Argos, perro de Ulises” –, no antes. Porque, sin tener plena conciencia del poder de sus palabras y ejercer la capacidad de verbalizarlas, no era más que un troglodita.
Si el lenguaje tiene ese poder humanizador, entonces, las palabras que lo componen –a manera de piedrecitas sueltas en el fondo de un río– contienen la esencia de la humanidad. De ahí la importancia de la lingüística, en tanto ciencia que estudia el lenguaje, origen, evolución, estructura, composición, etc.
Antes que la lingüística, la semiótica y la filología, había algo más simple y antiguo: la etimología. Sin ser especialistas, cualquiera puede abrevar en su conocimiento, porque las raíces de las palabras narran nuestra evolución histórica. Cuando deconstruimos una palabra, podemos pasar del español al castellano, latín, griego, indoeuropeo, protoindoeuropeo, y –quizás–, si tiramos hasta el final del hilo, podemos llegar al lenguaje inicial hablado en el paraíso.
La evolución etimológica de cada palabra revela nuestro devenir de especie, justo desde el día en que comenzamos a hablar. Es maravillosa la historia que nos cuentan las palabras; la excitante historia oculta en cada suma de fonemas pronunciada en este español tan hermoso, que, más que lengua romance pura, está aderezado con árabe, judío, romaní, mexica, maya, quechua, arawaco y un etcétera milenario.
En cierta forma, ahondar en la etimología de las palabras es intentar desentrañar el largo camino recorrido del sapiens; el viaje que comenzó a orillas del Lago Turkana, hace millones de años, y que aún no termina.
Tomemos el paraíso como ejemplo. Miremos cómo una palabra persa combinada “pairi” “daëza” (jardín amurallado) más que significado, importa como significante. Y de cómo ese jardín –lleno de vegetación cultivada y animales de toda clase– expresaba el supremo placer para la monarquía Medopersa; de cómo Jenofonte y los bárbaros que le acompañaban quedaron maravillados ante el paraíso que les mostró Ciro el Joven; y que, aunque lo dejaron atrás en la Anábasis, se lo llevaron en sus corazones y en su lengua (parádeisos).
Siglos después, la Septuaginta identificó el Edén con el Paraíso; luego saltó al latín (paradïsus) y desde ahí se desparramó –a lomos de la Biblia– por todo el ámbito mundial aquel otro pequeño jardín en Pasagarda, construido con mimo por el mismísimo Ciro el Grande, Šähanšäh, Rey de reyes (otra palabra tomada).
En fin (lo esencial), que, para los persas, el paraíso era un jardín cercado; para los hebreos, un lugar de deleite y placer; para los musulmanes, un jardín; para Borges, una biblioteca; y para mí, que soy más modesto, son sus ojos.
