Por Wanda Espinal
El otro día, abrumada por el exceso de trabajo, el estrés y otras responsabilidades, me cuestionaba si debía seguir escribiendo.
Comenzaba ideas y las dejaba a las pocas líneas; la mayoría no llegaban ni a la mitad.
Supongo que muchas personas han pasado por esa etapa en la que dudan si continuar o no con aquello que les apasiona.
Pero una tarde, como una señal, me encontré con una joven de mi pueblo que hace muchos años vive fuera del país. Cuando la conocí, era una niña que me inspiraba a leer, porque devoraba libros, periódicos, revistas… todo lo que se le cruzara por delante.
En ese encuentro, nos pusimos al día sobre lo que cada una, con nuestra diferencia de edad, había hecho con su vida.
Cuando le conté que escribía para un periódico digital de Dajabón, con emoción me dijo que me leía porque una amiga compartía mis textos en su estado de WhatsApp.
Yo me morí de risa y vergüenza, y le confesé que al principio me daba mucha pena compartir lo que escribía. Ella sonrió tiernamente y me dijo que no debería sentirme así, porque, particularmente para ella, lo que yo escribo “es su conexión con Partido”.
Muchas cosas pasaron por mi mente, me emocioné…
En ese instante, entendí que el valor de escribir está más allá de querer hacerlo perfecto, es la conexión que llega a generar con quien lo lee.
Comprendí que cuando la carga es pesada, la escritura no debe ser una obligación más, sino el ancla que nos recuerda nuestro propósito. Muchas veces escribo para mí, como una forma de sacar todo lo que llevo dentro, y otras, para enseñar algo, para dejar al descubierto lo que sea que no ande bien, o que sea excepcional y merezca que más gente lo sepa.