Los sistemas de salud solo pueden avanzar cuando colocan a las personas en el centro. Esta visión se conoce como democratización del cuidado de la salud, propone transformar estructuras rígidas y jerárquicas en modelos participativos, donde las personas tengan voz, acceso, información clara y poder real para decidir. La democratización, como plantea Tang en “The Democratization of Health Care”, implica que la salud deje de ser algo que “se entrega” y se convierta en un proceso que se construye en comunidad, tomando en cuenta sus realidades y su dignidad.
Cuando hablamos del VIH surge otro concepto fundamental: la autonomía personal, que en salud se refiere a la capacidad de cada persona para tomar decisiones informadas sobre su propio cuidado. Por ejemplo: cuándo y a quién revelar un diagnóstico, cómo acceder o continuar un tratamiento, si cambiar de médico o servicio de salud. Implica tener información clara, libertad para elegir y control sobre las propias decisiones. Algo que desde el VIH se aprende con la educación sexual integral.
Sin embargo, como plantea Kasoka en “Autonomy in HIV Testing”, esta autonomía no existe en el vacío. No es solo una libertad individual; está moldeada y, a veces, limitada por el entorno social. En contextos donde persiste el estigma, las personas pueden tener autonomía en teoría, pero no siempre pueden ejercerla plenamente en la práctica. En el ámbito del VIH, estas barreras sociales pueden influir profundamente en cada paso de la atención a la misma.
Nos queda claro que la democratización en salud crea las condiciones para que la autonomía en VIH sea real y no un privilegio de pocos.
En la última década, la respuesta al VIH ha experimentado avances significativos impulsados no solo por innovaciones biomédicas, sino también por transformaciones sociales. El estigma asociado al VIH continúa siendo una barrera que afecta incluso decisiones tan básicas como hacerse una prueba diagnóstica. En este contexto, la autoprueba de VIH emerge como una herramienta innovadora. No solo permite realizarse el test en un entorno privado, reduciendo el miedo al juicio social, sino que también ofrece control sobre el tiempo, el espacio y el proceso mismo de la decisión.
Pero sus beneficios van más allá de la privacidad. Diversos estudios realizados en Latinoamérica han mostrado que la autoprueba promueve una mayor vinculación con los servicios de salud, mejora la continuidad en la ruta diagnóstica y favorece la adherencia al tratamiento al reducir las tensiones iniciales asociadas al diagnóstico presencial. Además, fortalece la participación activa de las personas en su propia salud: quienes se autoprueban tienden a mostrar mayor conciencia del riesgo, mayor disposición a buscar confirmación y más capacidad para planificar conductas preventivas.
Desde esta doble perspectiva, la autoprueba no es simplemente un dispositivo diagnóstico; es un punto de encuentro entre democratización y autonomía de la salud. Este doble enfoque es especialmente relevante en el marco del Día Mundial de la concienciación por el VIH, cuyo lema es “Superar las disrupciones, transformar la respuesta al sida”, invita a reimaginar estrategias más inclusivas y resilientes. La autoprueba demuestra que, incluso en contextos de crisis o desigualdad, acercar la salud a las personas es posible y necesario. Más allá de su utilidad técnica, simboliza un futuro donde nadie debe temer conocer su estatus, donde la toma de decisiones se ejerce sin barreras y donde la dignidad guía cada intervención.