Con un país inundado ya de inmigrantes ilegales haitianos, plantear la idea de crear aquí campamentos de refugiados es una aberración histórica, máxime si tiene el sello de una imposición imperial.
El periódico El Día, en su edición del miércoles, revela que a nivel diplomático el Departamento de Estado de los Estados Unidos propuso la idea al gobierno dominicano y este, como es lógico, la rechazó de plano.
A ningún país se le puede obligar a abrir sus fronteras y desconocer sus leyes migratorias para que ciudadanos de otra nación, en este caso Haití, se asienten aquí en condiciones de refugiados.
Eso implicaría una enorme responsabilidad para el Estado asilante, porque en el fondo de esto se trata de suplir medios de vida y condiciones de residentes especiales a los haitianos, que entrarían por miles y en cantidades incalculables al amparo de esas facilidades.
Si la mayor parte de la población haitiana pasa hambre, insalubridad y otras precariedades, la instalación de campamentos sería como abrir una válvula para que esa enorme masa se enquiste en nuestro territorio, en modo parasitario.
El país no firmó el acuerdo de refugiados de las Naciones Unidas en la cumbre de Marruecos ni tampoco la declaración final de la Cumbre de las Américas, en junio, que lo comprometería en semejante aberración política e histórica.
Basta considerar que solo en este año el gobierno dominicano ha asumido un costo de más de 10,000 millones de pesos en atenciones a haitianos indocumentados, sin que la piadosa comunidad internacional haya puesto un chele para garantizarles estas gratuidades.
Si admitiésemos esos campamentos de refugiados, la carga presupuestaria desbordaría nuestras capacidades, porque habría que mantenerlos, darles trabajo y todas las atenciones que manda el sentido humanitario.
Y cuidado si algún dominicano se atreviese a mirar mal o negarse a coexistir con esos refugiados, porque sería suficiente para que suframos las consecuencias de sanciones o amonestaciones de los organismos internacionales.
Por esa y otras razones, entre las cuales la más poderosa es la inviolabilidad de nuestra soberanía, la República Dominicana no puede aceptar, ni por las buenas ni por las malas, la apertura de campamentos de refugiados haitianos en su territorio.
Que sea Haití, con ayuda de la comunidad internacional, la que asuma la responsabilidad de proveerles a sus ciudadanos las atenciones a sus necesidades básicas, obligación que nunca ha cumplido, ni siquiera la más elemental: el respeto a esos derechos humanos.