La Iglesia católica en su tarea de acompañar y promover, convenientemente, la formación y el crecimiento humano y espiritual de sus miembros, subdivide el año de acuerdo a los misterios de la vida de Cristo. Todo parte del Adviento, luego viene la Navidad, la Epifanía, el Primer tiempo ordinario, la Cuaresma, la Semana Santa, la Pascua, el Tiempo Pascual, Pentecostés, el Segundo tiempo ordinario y termina con la fiesta de Cristo Rey. Así se constituye el Año litúrgico, que inicia con el Adviento y consiste en una llamada a despertar la esperanza; la virtud arriesgada y combativa, un tesoro invaluable.
Justamente, Jesús fue un generador incansable de esperanza. Así lo muestran estas expresiones: “Vigilen”, “estén atentos”, “vivan despiertos”. Estas, emplazan a cultivar una actitud que posteriormente, ha de convertirse en una conducta observable.
La locución “vivir despiertos” significa: no caer en el escepticismo ni en la indiferencia ante la marcha del mundo; vivir de manera más lúcida, sin dejarse arrastrar por la insensatez que, a veces, parece invadirlo todo; atreverse a ser diferentes, a mantener el deseo de buscar el bien; vivir con pasión la pequeña aventura de cada día, acudiendo a quien necesita de “pequeños gestos” que sostienen la esperanza y hacen la vida un poco más amable; despertar la fe, buscando a Dios en la vida y desde la vida; vivir no sólo de los pequeños proyectos personales, sino atentos al proyecto de Dios que tiene como base su Reino. En fin, el testimonio de “una esperanza vivida” es la mejor respuesta a todos los escepticismos, las indiferencias y los abandonos. Si el cristianismo pierde la esperanza, lo ha perdido todo.
“Hoy urge encontrarse con el Dios de la esperanza”, que no es para nada una ilusión engañosa. Al contrario, si se vive con esperanza, es porque se toma en serio la vida en su totalidad, y porque se quieren descubrir todas las posibilidades que en ella se encierran: la esperanza mejora la salud física y mental; es un faro en los momentos oscuros.
Por otra parte, la esperanza es un “no” al conservadurismo y un “sí” a la creatividad; es un no a una vida estéril y un sí a la respuesta activa a Dios; es un no a la obsesión por la seguridad y un sí al esfuerzo arriesgado por transformar el mundo; es un no a la fe enterrada bajo el conformismo y un sí al trabajo creativo, solidario y humanizador.
Llama la atención el lenguaje empleado entre los cristianos comprometidos en trazar sendas de esperanza a lo largo de los años. Precisamente en conservar: el depósito de la fe, la tradición, las buenas costumbres, la gracia y la vocación. Sin embargo, las actitudes que hemos de cuidar hoy en el interior de la Iglesia no se llaman solamente: “prudencia”, “fidelidad al pasado” y “resignación”. Han de llevar más bien otros nombres: “búsqueda creativa”, “audacia”, “capacidad de riesgo” y “escucha al Espíritu” que todo lo hace nuevo. Es luz que vence la sombra.