“A veces, los grandes avances de una sociedad no se miden solo en obras ni cifras, sino en cómo trata a los más vulnerables, incluso a quienes biológicamente no tienen voz”.
Hace unas semanas vi en redes sociales una discusión entre un artista -a quien conozco y aprecio- y un vecino suyo, motivada por los ladridos nocturnos de los perros del artista. Más allá del incidente puntual, me pareció un recordatorio de cuán presentes están los animales en nuestras vidas, de cómo forman parte de nuestras rutinas, afectos y también de nuestros deberes como sociedad. Este tipo de situaciones nos invita a mirar más allá del momento y reflexionar sobre el lugar que ocupan los animales en nuestra legislación, pues siguen siendo tratados como cosas cuando todos sabemos que sienten.
Desde niño siempre tuve animales, perros y una vez hubo también un gato en casa de mi padre. Hoy tengo dos perritos que, como ocurre con millones de personas, forman parte de mi familia. Quien haya tenido un animal -perro, gato, caballo o cualquier otro- sabe que sienten. No porque lo diga un libro de biología, sino porque lo muestra la experiencia diaria. Los animales experimentan amor, miedo, alegría, tristeza, dolor y también hambre, no sólo como necesidad biológica, sino como malestar que les afecta y entristece cuando no es atendido. No son cosas, nunca lo han sido.
Y, sin embargo, durante mucho tiempo las leyes los han tratado como tales. El derecho civil tradicional los clasificó como bienes muebles: objetos que pueden comprarse, venderse o heredarse. Esa idea, que pudo haber tenido sentido en otra época, hoy choca de frente con todo lo que sabemos -y sentimos- sobre los animales. La ciencia lo ha demostrado y la ética lo ha asumido: son seres sintientes, seres capaces de experimentar el mundo emocionalmente, no sólo biológicamente.
Un ser sintiente no es simplemente un organismo vivo, sino aquel que puede experimentar dolor, placer, ansiedad o afecto. Esta capacidad de sentir no sólo plantea interrogantes éticas sino también desafíos jurídicos. ¿Debe la ley seguir tratándolos como bienes muebles, como se hace con una silla o un carro? ¿O corresponde tener una nueva categoría legal que refleje esa sensibilidad?
República Dominicana ha avanzado en este camino. Desde el año 2012 contamos con una Ley sobre Protección Animal y Tenencia Responsable que prohíbe el maltrato, castiga el abandono y promueve una relación de cuidado entre humanos y animales. Es una legislación moderna, valiosa y necesaria. Pero sigue enfrentando una contradicción estructural: los animales siguen siendo tratados como cosas por un Código Civil del siglo XIX. Hay un desfase entre lo que creemos y lo que legislamos. Porque, ¿cómo proteger verdaderamente a alguien a quien el sistema legal sigue considerando un objeto?
Esta contradicción entre el fondo ético de una ley moderna y la forma jurídica de una norma arcaica limita la aplicación real de principios de protección. No se puede defender verdaderamente a un ser vivo mientras se le siga viendo como un objeto.
Por esa razón es hora de que nuestro Código Civil reconozca a los animales como seres sintientes. Esta no es una novedad extravagante ni una sensibilidad importada, sino una exigencia de justicia. Argentina, Brasil, Chile, Colombia, España, Francia, México y otros países ya han reconocido esta condición. No es una moda, es un acto de coherencia legal. ¿Por qué no hemos dado este paso? El derecho no puede permanecer indiferente frente a lo que la ciencia y la ética han dejado claro. Cuando un perro o un gato sufren abandono, cuando un caballo es explotado hasta el colapso, cuando un animal es torturado por entretenimiento, lo que está en juego no es sólo su dolor, sino la capacidad de nuestra sociedad para rechazar la crueldad. Este reconocimiento introduce un límite claro: el respeto a la vida y al sufrimiento ajeno. Porque no todo lo que puede hacerse con una cosa debe poder hacerse con un ser que siente.
Esto no se trata solo de los animales, también se trata de nosotros. De nuestra evolución como sociedad. De cómo entendemos la dignidad, el respeto y la justicia. Una ley que reconoce el sufrimiento ajeno, incluso en otras especies, eleva nuestro nivel de civilización. No es un capricho sentimentalista, sino un reflejo del valor que damos a la vida.
Quien ha compartido parte de su vida con un animal sabe que hay algo más que compañía. Hay vínculos. Hay empatía. Hay momentos de ternura y también de tristeza. Un perro que lame las lágrimas de su dueño. Un gato que espera en la puerta. Un caballo que reconoce a quien lo cuida con respeto. Esa relación no se explica solo con instinto. Hay sensibilidad. Hay conexión.
Reconocer que los animales sienten es un acto de justicia. Se trata de poner nuestras leyes al nivel de lo que ya comprendemos como sociedad. Y también de asumir una responsabilidad: la de cuidar, proteger y dignificar la vida, incluso cuando no se parece a la nuestra.
Algunos dirán que hay temas más urgentes, y tienen razón. Pero no por ello debemos ignorar lo que también es justo. A veces, los grandes avances de una sociedad no se miden solo en obras ni cifras, sino en cómo trata a los más vulnerables, incluso a quienes biológicamente no tienen voz. El respeto a la vida empieza por reconocer su valor. No hay que ser activista social ni especialista en derecho para entender que un animal maltratado sufre. Basta haber tenido uno, basta haberlo amado.
Es hora de que nuestro ordenamiento jurídico refleje esa verdad simple y poderosa. Que los animales son seres sintientes porque tienen capacidad de sentir, de experimentar sensaciones y, por lo tanto, no podemos seguir tratándolos como si no lo hicieran.