Julio Manuel Rodríguez Grullón
En 1867, el presidente haitiano Fabré Geffrard, aliado de los restauradores dominicanos, propuso al presidente dominicano, José María Cabral, la firma de un tratado de paz, amistad y comercio entre ambos países. Aunque Geffrard fue derrocado por Salnave ese mismo año, este retomó la iniciativa y, el 14 de julio de ese mismo año, envió una comisión de seis miembros a Santo Domingo. Cabral hizo lo propio el 16 de julio, y ambas delegaciones negociaron un acuerdo conocido como la Convención por los Dos Gobiernos.
Este tratado garantizaba la paz entre las dos naciones e indicaba que la frontera sería definida más adelante por un acuerdo especial. Mientras tanto, se respetarían las límites actuales de ambos Estados. El Congreso dominicano ratificó el tratado el 3 de septiembre de 1867, pero el Congreso haitiano lo ignoró, dejando el documento sin efecto.
Pasaron 69 años antes de que se alcanzara un acuerdo definitivo de límites. En 1936, los presidentes Trujillo y Vincent firmaron el tratado que fija la frontera actual. Trujillo lo hizo respetar a su manera.
La historia ha determinado que en esta isla coexistan dos países con orígenes, idiomas, razas y costumbres distintas. Es una realidad innegociable: ni los dominicanos sacarán a los haitianos de la isla, ni los haitianos a los dominicanos. Ambos pueblos están obligados a dialogar y alcanzar acuerdos sobre temas que los afectan por igual.
Pero ¿dónde está ese canal formal de diálogo? Nunca ha existido. Y cuanto más se deteriora la situación de Haití, más difícil se vuelve establecer un instrumento eficaz de negociación y cooperación que sea respetado por ambas partes.
En el siglo XIX, cuando Duarte luchaba por nuestra independencia, Haití era más fuerte, y muchos dominicanos dudaban que el país pudiera sostenerse por sí solo. Duarte fue marginado con el respaldo del cónsul francés Saint-Denys, y el país fue anexado a España en 1861 y luego a Estados Unidos en 1869. Sin embargo, en ambas ocasiones, la dominicanidad prevaleció: primero por la valentía de los restauradores; luego, por los principios democráticos de EE. UU. que lo rigen desde su fundación.
Hoy, frente a la crisis haitiana, debemos actuar con esa misma visión. La migración, legal o ilegal, solo cesará si Haití se desarrolla. Y ese desarrollo, aunque le corresponde a los propios haitianos, necesita apoyo.
Debemos crear un instrumento diplomático duradero y eficaz que permita canalizar ese respaldo. Que el espíritu de diálogo de Geffrard vuelva a inspirar la convivencia en esta isla compartida.