Ryan Murphy ha hecho de la oscuridad su firma televisiva, y con «Monstruo: la historia de Ed Gein» reafirma que sus historias sombrías, basadas en crímenes reales, se superan con cada entrega. Esta nueva temporada no solo amplifica su apuesta por el horror psicológico, sino que ha alcanzado ya el primer lugar de las series más populares en Netflix Estados Unidos.
Desde sus inicios, la antología Monster ha ofrecido retratos extremos de figuras atroces: primero Dahmer, luego los hermanos Menéndez, y ahora Ed Gein.
En esta ocasión, Murphy retoma su estilo inquietante: atmósferas densas, silencios incómodos, y un retrato casi introspectivo de lo perverso.

La serie se detiene en la relación tóxica con la madre de Gein (interpretada por Laurie Metcalf), retratando una devoción que se transforma en prisión emocional.
Al mismo tiempo, no rehúye las escenas más macabras: la profanación de tumbas, la construcción de objetos con restos humanos, el desfile de obsesiones que convirtieron a Gein en un monstruo real.
Sin embargo, esa ambición estética también acarrea sus debilidades. En muchos momentos, las escenas se extienden más allá de lo necesario, dilatando el ritmo narrativo.
Esa solemnidad constante puede terminar por pesar: la historia avanza con lentitud, y el espectador exige una tensión más urgente que, a ratos, no llega.
Artísticamente impecable (fotografía, escenografía, diseño de producción y actuaciones destacan) la producción no evade la controversia: ¿hasta qué punto es legítimo dramatizar horrores reales con tanto énfasis? En ciertos pasajes, el enfoque se desliza hacia el exceso visual, casi como si buscaran impactar más que profundizar.
Aun así, Monstruo: la historia de Ed Gein merece atención. No es una serie para quienes buscan entretenimiento ligero o sustos mecánicos; es un viaje perturbador hacia las entrañas del crimen y la locura. Y aunque en algunos momentos su ritmo cede al artificio, su audacia narrativa y su capacidad de incomodar la convierten en uno de los estrenos más provocadores del año.
Para el público dominicano o latinoamericano en general representa una oportunidad rara de confrontar una producción de alto calibre global, con la garantía de que Murphy sabe cómo mantenernos cautivos en ese umbral donde el horror real se vuelve fascinación.