Hay revelaciones que cambian una trama y otras que alteran el pulso de los personajes. La tercera temporada de «The Diplomat» (en Netflix) abre con ambas: la posibilidad -tan política como íntima- de que Hal Wyler ocupe la Vicepresidencia.
Debora Cahn, creadora de la serie, dice que la decisión “simplemente se sentía real”. No fue un truco de guión para incendiar titulares, sino la consecuencia lógica de una cadena de decisiones que, fuera de cámara, ya había ocurrido.
“Es, en cierto modo, la materialización de los peores miedos de Kate”, resume en la entrevista la que Listín Diario tuvo acceso.
Luego agrega: “Ella lleva una temporada entera ganando confianza hasta pensar: ‘Puedo hacerlo’. Y en el instante en que está lista, una voz externa responde: ‘No. Gracias por venir’”.
Esa frase, mitad cortesía, mitad pared, marca el tono emocional del arranque. Porque esta vez el espectáculo geopolítico funciona como espejo de humillaciones muy privadas.
Keri Russell, con la cadencia de quien ha aprendido a respirar al ritmo de Kate Wyler, recuerda su reacción al leer el primer episodio: “Es un final tan bueno… y tan cruel para ella”.
Lo dice con un brillo de actriz que disfruta el reto: “Interpretar la devastación y la vergüenza personales al final de ese capítulo fue poderosísimo. Perder, como actriz, es divertido. Para Kate, es una grieta”.
Rufus Sewell, más pícaro, mira esa grieta con el escepticismo de Hal: “A Hal los enredos lo encuentran… o él los provoca. Es parte del encanto y del desastre”.

La serie, admite Keri entre risas, “siempre lo pone metido en la travesura, en lo magníficamente estúpido”, y ahí se sostiene buena parte del magnetismo: dos inteligencias en combustión, dos egos que negocian en clave de matrimonio. Cuando les pregunto cómo mantienen esa energía cortante sin repetirse, Keri lo reduce a una ética de juego: “Es la relación más divertida que he interpretado. Son brillantes y, a la vez, igual de mezquinos. Leo los episodios con emoción infantil. Si yo salto, Rufus está para atraparme; si él salta, yo también”.
Cahn escucha y asiente: el gran regalo de la televisión de largo aliento -me explica- es entrar en una pareja cuando ya no hace falta explicar el pasado. “Puedes dramatizar matices de la vida real sin detenerte en la exposición. Es divertidísimo poner la cámara justo ahí, donde las palabras ya no alcanzan y las miradas hacen el trabajo pesado”.
El tablero cambia en Washington, y con él cambia el timbre del poder. Allison Janney encarna a la Presidenta Grace Penn con una mezcla de quietud y filo. “Mucha gente la juzga como moralmente comprometida”, reconoce.
“Yo veo a una mujer que toma decisiones difíciles, las mismas que cualquier hombre tomaría, pero a ella la juzgan más duro por ser mujer”. Le interesa, sobre todo, el modo en que la escritura de Cahn encuentra la voz de Grace en la pausa: “Está en su quietud, en su certeza. Es una política curtida que sabe cómo se juega. Y entonces entra Kate, esta criatura sin refinar, y todo se electrifica”, afirma.
La llegada de Bradley Whitford como Todd Penn, primer caballero, agrega una capa doméstica que pocos dramas políticos se atreven a explorar sin caricatura. Whitford saborea las contradicciones: “Me gustan las corrientes cruzadas de este tipo. Te diría que es Doug Emhoff… si no estuviera feliz con el papel”. Sonríe y baja el volumen: “Está celoso, está herido, está enamorado. Quiere protegerla y hacer lo correcto, y ahí mismo se arma el nudo”. Su química con Janney viene con la historia, pero en The Diplomat —insiste— se configura: “En los buenos elencos, lo personal resuena con el gran tema. Dejas de tener una nota y aparece un acorde”.
Ese acorde se oye también del lado británico. David Gyasi, como el canciller Austin Dennison, defiende la fe en la palabra en tiempos de ruido; Rory Kinnear, en el primer ministro Nicol Trowbridge, explora el borde donde el liderazgo se vuelve performance. La serie los posiciona como fuerzas de tracción moral y cinismo pragmático respectivamente, pero en este tramo hacen otra cosa: se vulneran.
Dennison se permite dudar sin perder elegancia; Trowbridge se cree su propio guión y, por eso mismo, se vuelve peligroso. Cahn lo sintetiza sin subrayados: el sistema no colapsa, coquetea con hacerlo. Y el costo se paga en casa.
Con ese paisaje, el golpe narrativo del episodio uno —esa Vicepresidencia ofrecida a Hal— deja de ser un “giro” y se convierte en una pregunta íntima: ¿qué queda de Kate cuando el Estado le dice “no” precisamente cuando había aprendido a decirse “sí”? Russell, sin estridencias, acomoda la silla como si encarnara el peso: “Kate ha sido por años la traductora del caos. Convertirlo en orden tiene un precio: el aislamiento. En esta temporada, ella empieza a reconocer que la contención no es cura; es aplazamiento”.
Sewell, que disfruta habitar ese vandalismo elegante de Hal, no lo absuelve: “La brillantez sin conciencia es autodestrucción. Hal ha tenido que ver a su esposa superarlo. Para él, eso no es solo doloroso: es existencial”. Y, sin embargo, Grace lo elige. Janney se permite el guiño: “Ella lo elige porque, para ciertas maniobras, necesita a alguien que entienda que a veces hay que hacer lo que no luce bien en papel pero sirve al bien mayor. Hal navega como ella: curtida, consciente del barro”.
¿Cómo se escribe, entonces, una temporada que sostiene al mismo tiempo la maquinaria política y el temblor humano? “Tirándolo todo a la página”, se ríe Cahn. “Mi trabajo es hacerlo digno de ellos. A veces uno elige una sola idea que sostiene la escena; aquí ponemos todas, y vemos qué late más fuerte”. Late, sobre todo, la sensación de estar con un reparto en plena forma. Janney lo formula con deportividad: “Actuar es un deporte de equipo. Todos traen su A game. Estas escenas crujen porque nadie se guarda nada”.
En ese fragor, Todd Penn se convierte en una figura crucial: el hombre que aprende a ceder espacio sin desaparecer. Whitford lo honra con una definición doméstica y precisa: “Hay algo maravillosamente matrimonial en los celos que expresa. Es un tipo leal. Y esa lealtad lo humaniza”. La pareja presidencial como espejo de los Wyler: en un hogar, el poder se desgrana; en el otro, el poder se sostiene. Ambos se sostienen —o se resquebrajan— en la cocina.
El efecto total es curioso: The Diplomat se siente actual sin cansarnos titulares. Cahn evita los paralelos obvios: “Mucho de lo que pasa hoy parece más propio de una película de superhéroes que de un drama realista. Intentamos mantenernos en el espacio mental del país y del mundo: cómo se relacionan los Estados, no quién gritó más fuerte esta semana”. La serie escribe el hoy para que resuene mañana, cuando la coyuntura haya mutado pero el conflicto humano siga siendo el mismo.
En los márgenes de la conversación, asoma el oficio. Russell bromea con las siglas gubernamentales que ya pronuncia como si hubiera nacido en un briefing. Habla de los “pequeños puntos de apoyo” que hacen más disfrutable volver: una jerga, un proceso, la música interna de una oficina. “Son escalones”, dice. “Y te permiten subir más alto en la emoción sin perder el suelo”.
También confiesa su amor por la didáctica elegante del primer episodio: “Explicar esos procesos incrementales del gobierno… me encanta. Hay tanto que no sabemos lo que hacen”.
Hacia el final, vuelvo al comienzo: ¿qué hace que esta temporada, con su gran gesto político en el minuto uno, no se convierta en mera ingeniería de poder? Cahn sonríe, casi indulgente: “Porque todo lo importante sucede en la cara de ellos”. Y es cierto. La cámara, en su mejor forma, se queda en los ojos: en la mínima derrota de Kate cuando entiende el “no”; en el brillo incómodo de Hal cuando palpa la proximidad del trono; en la quietud tensa de Grace antes de firmar; en la mueca doméstica de Todd cuando el protocolo invade la cama; en el profesionalismo herido de Dennison; en la actuación satisfecha -y peligrosa- de Trowbridge.
No hay moraleja. Hay una constatación: el poder, bien escrito, suena a cámara baja. Y The Diplomat aprende a tocarlo como un cuarteto: política, intimidad, humor y miedo. La nota aislada del escándalo -Hal Vicepresidente, ¿en serio?- se disuelve en un acorde más complejo: el de personas que descubren que ganar puede ser otra forma de perder.
“La derrota”, había dicho Keri al principio, “es un gran papel”. Y aquí late su mejor versión: la de una mujer que sostiene el mundo con una mano y, con la otra, por fin, aprende a sostenerse a sí misma.