MANUEL PABLO MAZA MIQUEL, S.J.
Con más de 30 años Pedro Arrupe enfrentó el japonés. Su empeño fructificó: con el tiempo se atrevió a traducir al japonés algunos de los escritos de Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Juan de la Cruz.
El cuarto de siglo que vivió en Japón fue como una escuela para el vasco Arrupe. Mirando en conjunto estos 25 años se advierte el cambio. En sus primeros tiempos en Japón, Arrupe era el típico jesuita de la Restauración: estaba preso de esquemas intelectualistas, era intransigente, combativo, apologético. Organizó procesiones “con estandartes” por las calles de Yamaguchi. Quería jalar a la brava al Oriente hacia Occidente, aunque por el camino se cayesen siglos de una antigua cultura. Poco a poco su riqueza humana y su fe en el Señor le fueron ayudando a despojarse de su eurocentrismo para dedicarse al servicio del encuentro entre la milenaria cultura nipona y el evangelio de Jesucristo.
Como buen discípulo de Ignacio de Loyola tomó en serio la encarnación del Verbo. El Hijo de Dios no jugó a ser humano, asumió nuestra condición humana plenamente. Arrupe recorrió las rutas espirituales del zen, aprendió la complicada etiqueta de la ceremonia del te y acompasó su respiración con los ojos fijos en el blanco mientras tensaba el arco para disparar la flecha.
Mikel Viana recoge esta cita de Arrupe: “Los valores culturales no son absolutos. Una cultura que se encierra en sí misma se empobrece, se anquilosa, muere. Si la fe queda encerrada en una cultura particular sufre esas limitaciones. La fe debe mantener su continuo diálogo con todas las culturas. Fe y cultura se emulan mutuamente; la fe purifica y enriquece la cultura y la cultura enriquece y purifica la fe… El espíritu santo realiza el deseo, humanamente imposible (y sin embargo más profundo del hombre) de la unidad radical en la más radical diversidad” (Intervención en el Sínodo de Obispos. Roma, octubre de 1977, citado en: “Pedro Arrupe: el sentido de un Centenario”, Revista Internacional de Estudios Vascos, 53, 1, 2008, 277-303).
El verano de 1940 encontramos al P. Arrupe trabajando en la parroquia jesuita de Yamaguchi. San Francisco Javier recorrió aquella zona cuatro siglos antes. En Tokio coopera con los esfuerzos sociales de la Universidad de Sofía. La entrada de Japón en la 2ª Guerra Mundial cambiará todo.