Un susurro se escucha en la bodega del barco. No se distinguen las siluetas ni las formas de lo que cohabita en el breve espacio. Todo lo existente es lo que está ahí; lo demás, lo que ha sido o será; lo que está del otro lado de la línea del horizonte, donde se intuye la costa, no existe, no ahora.
Todo viaje convierte al viajero en el gato Schorödinger, porque hay una superposición cuántica en la que bien pudiera estar vivo o muerto, hasta tanto no se verifique su estado vital; dos realidades en donde una es excluyente y complementaria de la otra.
Los ojos se abren y ya no existe la bodega del barco, ni se sienten bajo los pies el vaivén de la frágil embarcación, ni el crujir de la madera aprisionada por las olas. La realidad que ahora se muestra es mucho más sórdida y cotidiana: un funcionario egipcio desaliñado está revolviendo papeles, y, entre todos ellos, caen algunos manuscritos; unas breves hojas sueltas que más que poemas, son pedazos de una vida que se agota; una luz que se apaga y que no volverá nunca más a encenderse. ¿O quizás sí? Quién sabe… después de todo, estamos en tierra de faraones, donde la muerte es sólo otro viaje más.
Kavafis moriría en Alejandría una tarde de primavera, aunque, de haber tenido la oportunidad de hablar en ese último momento (y había algo de ironía en un cáncer de laringe), habría dicho que emprendió el viaje hacia Ítaca, ese que todos en algún momento haremos. Alejandría no sólo era el sueño de una ciudad soñada, también era la concreción de cómo debía de funcionar el mundo.
Para algunos, Kavafis fue el último gran griego, aunque para Eugenio Montejo, todos alguna vez somos Ulises y eso significa que todos podemos llegar a ser grandes griegos. Aunque Alejandría está lejos, corre en nuestras venas toda la cultura griega. Somos tan sólo un pálido reflejo de la voz de Homero y de un sueño de Alejandro; Occidente es eso, y Occidente somos nosotros, aunque también seamos todo lo que subyace en una identidad ajena a nuestro color de piel, nuestras voces, nuestros nombres, nuestra absurda y macondeana realidad.
Ítaca es el camino, no el destino. Acaso la vida es eso; un fluir en la corriente de un río que tarde o temprano se encontrará con el mar, se fundirá en él y desaparecerá. El poema es también un mapa y el corazón la brújula.
El problema está en perder el rumbo, y en no seguir las indicaciones del pulso acelerado que fluye cuando observa aquel amor imposible partir muerto de miedo hacia la nada; igual que Antonio, que mientras Alejandría ardía, no podía “decir que fue un sueño, que se confundió tu oído”.