El pasado jueves, a horas del cierre de la legislatura ordinaria, al término de la sesión de la Cámara de diputados, discretamente y sin mucho aparataje comenzaron a llegar legisladores a uno de los restaurantes del viejo Gascue. Entraban a cuentagotas, mientras que yo, sentado en una mesa de esquina, pude verlos llegar a todos, y hasta saludarlos.
Hasta ahí, nada fuera de lugar. La selección del restaurante –un clásico, nada “fancy” o de postureo– decía mucho. Se buscaba un punto de reunión para poder conversar que no fuera ostentoso y que cumpliera la función esencial de todo restaurante (esa que la sociedad hedonista y de redes sociales nos ha hecho olvidar): comer bueno, saludable y a buen precio.
Aparentemente buscaban juntarse “debajo del radar”. Poder ir a un sitio público sin sentir el dedo acusador de una sociedad que no quiere aceptar que los congresistas también son seres humanos con necesidades básicas, y que comer es una de ellas. Una que no tolera que vayan a restaurantes, pidan un plato y se tomen un trago o un vino… aunque sea con su dinero.
La oposición critica en la oposición los niveles de vida de quienes están en el gobierno, y cuando se vuelve gobierno, los asume; y encaja con displicencia las mismas críticas hechas por la nueva oposición, esa que antes era gobierno y hacía lo mismo. Ley de democracia. Citando a Harendt, fuera de contexto: “El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución”.
De la cena debo resaltar que era bien merecida. La jornada del miércoles había sido de 13 horas, y la del jueves, maratónica… y con amenaza de seguir el viernes para aprobar el Código Penal. También, que era simple y ligera, aunque lo verdaderamente importante del encuentro era lo intangible.
Poquísimos países de Latinoamérica y Europa pueden presumir de tener una clase política que, al término de una sesión extenuante y tensa en el Congreso, acudan en masa a un restaurante y se sienten todos en una misma mesa –gobierno y oposición–. El valor intangible de ese activo político no lo puede medir ningún indicador o encuesta, pero esa capacidad de mantener la cohesión social a lo interno de un grupo heterogéneo –y por naturaleza opuesto y enfrentado–, se refleja en la sociedad a nivel de gobernabilidad y crecimiento económico.
La clave de nuestra paz social, esa que atrae capitales e inversiones extranjeras, no es la estabilidad económica o que cuatro presidentes firmen una carta–¡Qué es mucho!–, sino que nuestros legisladores –los representantes del pueblo– puedan sentarse en una misma mesa y compartir comida de manera fraterna; hablar de presente y futuro con optimismo y sentido de Estado… eso lo es lo verdaderamente importante.
Lo de quién “cubió” a quién al momento de pagar la cuenta… todavía no lo sé.