Tengo en carpeta más de quinientos artículos esperando su turno, como si fueran aviones alineados en pista, listos para iniciar vuelo.
Cada uno guarda una intención precisa: iluminar, provocar, anunciar, denunciar, dejar constancia.
No responden a encargo ni obedecen a calendario. Surgen, se agrupan, se multiplican. Algunos, más recientes, se adelantan sin permiso.
Otros, con paciencia, siguen esperando. Y lo hacen, cada vez más, como fruto de una relación que me sostiene: la presencia silenciosa y constante de Dios, especialmente en la Eucaristía.
No escribo por impulso estético ni por necesidad de figurar. Es un ritmo interior que se impone, una urgencia que no depende de afuera. Escribir así se parece a construir un backup: una copia de seguridad, no solo de ideas, sino de certezas. Un resguardo que preserva lo que no quiero que se extravíe.
Como el backup, esta carpeta protege más que datos. Guarda memoria, sentido y camino. Aunque muchos de esos textos no se publiquen aún, ninguno está ahí por casualidad. Esperan. Y en la espera, ordenan mi pensamiento y perfilan mi voz.
Escribir, para mí, es respuesta. No a la opinión pública, ni al deber profesional. Es respuesta íntima y persistente a una presencia que me acompaña. Frente a lo que la Eucaristía revela y deja al pasar, escribo. No busco cerrar ideas ni imponer
Como el pan consagrado, estas palabras no fueron hechas para quedar guardadas. Están ahí para ser compartidas, para alimentar a su tiempo, cuando el momento lo indique.