El concepto de resiliencia ha ganado relevancia como una herramienta clave para enfrentar adversidades extremas, tanto a nivel individual como colectivo. Mi experiencia durante el terremoto de Haití en 2010, junto a nuestro equipo de Harvard, marcó profundamente mi perspectiva. Logramos establecer dos hospitales transfronterizos que atendieron a más de 5,000 víctimas, un esfuerzo reconocido por instituciones como Harvard, la OPS y los gobiernos de Haití y República Dominicana. Sin embargo, esta experiencia también abrió una ventana hacia la comprensión de la resiliencia desde una perspectiva personal emocional y científica.
Trabajar en Haití tras el terremoto fue tanto una experiencia transformadora como una prueba emocional. Los días y semanas posteriores estuvieron llenos de dolor, pérdida y desafíos operativos, pero también de encuentros que inspiraron esperanza.
Ese optimismo contrastaba con la carga psicológica que enfrentamos los profesionales de primera línea. La exposición prolongada a escenarios de crisis puede desencadenar preguntas existenciales y conflictos internos. Para mí, esta experiencia resaltó la necesidad de comprender no solo cómo enfrentamos el trauma, sino también cómo nuestras mentes y cuerpos responden y se adaptan a él.
La resiliencia no es un rasgo innato; es un proceso dinámico que puede cultivarse. La neurociencia ha demostrado que el cerebro humano tiene la capacidad de adaptarse y cambiar incluso en la adultez, gracias a la neuroplasticidad. Este concepto, que describe la habilidad del cerebro para reorganizarse formando nuevas conexiones neuronales, es clave para comprender cómo las personas pueden superar adversidades y crecer a partir de ellas.
Investigaciones han revelado que ciertas prácticas y experiencias pueden fortalecer la resiliencia a nivel neurológico:
– Meditación y mindfulness: Estudios han demostrado que la meditación regular puede aumentar la densidad de materia gris y blanca en áreas del cerebro asociadas con la regulación emocional, la atención y la toma de decisiones. Por ejemplo, el trabajo de Lazar et al. (2005) y Vestergaard-Poulsen et al. (2009) muestra cómo la meditación puede provocar cambios estructurales en el hipocampo y la corteza prefrontal, regiones clave para la resiliencia.
– Repetición y hábitos: La repetición de actividades enfocadas, como el aprendizaje de nuevas habilidades o la resolución de problemas, refuerza las conexiones neuronales y fortalece la capacidad del cerebro para adaptarse. Esto es especialmente relevante para quienes trabajan en entornos de crisis, donde la práctica constante de simulaciones o protocolos puede marcar la diferencia en su respuesta ante situaciones reales.
– Conexión emocional: La interacción social y el apoyo emocional activan redes cerebrales asociadas con la recompensa y la empatía, ayudando a aliviar el estrés y fortalecer la resiliencia.
La resiliencia no es solo un concepto teórico; se vive y se refuerza en experiencias prácticas. Durante mi charla del 2017 TEDx Santo Domingo, exploré cómo amigos profesionales que enfrentaron grandes eventos traumáticos han aplicado estrategias para sobrellevar el impacto emocional:
– Ali Raja (Atentados del Maratón de Boston, 2013): Subrayó la importancia de los entrenamientos previos mediante simulaciones. Para él, el trabajo en equipo y las conversaciones posteriores al evento fueron esenciales para procesar lo sucedido y evitar que los recuerdos se convirtieran en cargas emocionales no resueltas.
– Jeff Metzger (Asesinatos de policías en Dallas, 2016): Destacó el valor de imaginar escenarios como una forma de preparar la mente para responder con claridad. Aunque no siempre compartió sus emociones con su familia, encontró consuelo al hablar con colegas.
– Ross Berkley (Tiroteo en Las Vegas, 2017): Durante la emergencia, utilizó estrategias de compartimentalización emocional para mantenerse funcional. Reflexionó sobre cómo hablar abiertamente después del evento le permitió encontrar alivio y avanzar emocionalmente.
Un concepto fascinante que descubrimos en el estudio de la resiliencia es el de la “inmunidad emocional colectiva.” Esto implica aprender de las experiencias traumáticas de otros y aplicar esas lecciones a nuestra propia vida. Al compartir historias y estrategias, se crea una red de apoyo que no solo ayuda a quienes enfrentaron directamente el trauma, sino que también fortalece a las comunidades en su conjunto.
La neurociencia respalda esta idea, mostrando cómo la empatía y la conexión emocional pueden activar mecanismos de recompensa en el cerebro, fomentando un sentido de propósito y fortaleza compartida. En esencia, al aprender de las adversidades de otros, podemos construir una base más sólida para enfrentar nuestras propias pruebas.
El fortalecimiento de la resiliencia comienza antes de que ocurra la crisis. La preparación, a través de simulaciones, entrenamiento y la construcción de hábitos positivos, crea una base sólida para responder con eficacia en situaciones de estrés.
Posteriormente, el apoyo social y emocional es crucial. Hablar abiertamente (en el momento indicado), compartir experiencias y crear espacios para la conexión humana ayudan a procesar el trauma y a transformar el sufrimiento en crecimiento.
La resiliencia no es un destino fijo, sino un proceso continuo de adaptación y aprendizaje. Las experiencias de crisis, aunque dolorosas, pueden convertirse en catalizadores para el crecimiento personal y colectivo. Desde la neuroplasticidad hasta la conexión emocional, la ciencia y la experiencia humana ofrecen herramientas poderosas para superar adversidades.
En un mundo cada vez más complejo, nuestra capacidad para cultivar resiliencia será clave no solo para enfrentar desafíos, sino para construir un futuro más esperanzador. Como dijo Barack Obama: “Somos el cambio que buscamos.”