Por: Ana Vargas.
Un lindo día decidí salir con mi hija a visitar una plaza, con el lema para ese momento: Vamos a observar, para que nadie nos lo cuente. Durante el recorrido, entramos a una de las tantas tiendas y le comenté a mi acompañante: Si veo unos zapatos bonitos, me los voy a comprar, porque son mi debilidad.
Fue en ese instante cuando entró en escena una señora. No sé cómo ni por qué, pero con solo su presencia sentí una vibra tan positiva que mi alma se llenó de paz. Me escuchó, muy educada, me miró con una sonrisa y me dijo:
“Si te gustan, hazlo, porque en la vida, lo único que uno se lleva son los momentos”.
Sus palabras tocaron algo dentro de mí. Continuó conversando con nosotras y, sin conocerme, comenzó a darme consejos que sentí como si vinieran directamente de Dios. Uno de ellos, que me marcó profundamente, fue:
“Enséñale a tus hijos a mantener siempre el silencio, porque el mismo silencio, con el tiempo, devuelve las respuestas”.
No compré los zapatos, pero salí de esa tienda con la mejor adquisición del día: una fortuna de consejos y una bendición que solo puedo decir: gracias de corazón por esa breve conversación. Les cuento que justo al despedirse, la señora nos dijo con dulzura:
“Dios las bendiga”.
Y fue en ese momento que comprendí: Dios se manifiesta de muchas formas. A veces nos preguntamos dónde está Dios. Él aparece en las palabras oportunas, en la calma que trae alguien que llega sin avisar.
Por eso, no subestimes nunca a quien cruza tu camino. Puede que lleve en su voz un mensaje que necesitas, una respuesta que esperabas o simplemente el abrazo de Dios en forma de palabras.