Por: Ana Vargas.
Desde pequeña, ella supo que el mundo no siempre es justo. Muchas veces la señalaron, la subestimaron, la hicieron sentir que no encajaba. Su físico fue motivo de burlas, su situación económica, una barrera más que otros no dejaron de recordarle. Pero dentro de ella había una voz más fuerte que cualquier rechazo: una voz que le decía que estaba destinada a algo grande.
Mientras algunos dudaban de sus capacidades, ella aprendió a confiar en sí misma. Sabía que los sueños no se logran por tener más o por verse de cierta manera, sino por tener el corazón firme y la mente enfocada. Nunca aceptó un «no puedes» como respuesta. En su interior, solo existía una palabra: sí puedo.
Cada caída fue una lección, y cada rechazo, un impulso. No se dejó contaminar por los comentarios negativos ni por las limitaciones que otros intentaban imponerle. Se repitió una y otra vez que ella no estaba sola, que su valor no dependía de los demás, sino del amor de Dios que la sostenía.
Hoy camina con la frente en alto. No porque todo haya sido fácil, sino porque eligió no rendirse. Porque decidió que su historia no sería escrita por el miedo, sino por la fe. Porque comprendió que ser hija de Dios es llevar dentro una fuerza que no se ve, pero que lo transforma todo.
Su historia es la prueba de que no importa de dónde vienes, cómo te ves o cuánto tienes. Lo que realmente importa es cuánto crees en ti, y en ese propósito mayor que te recuerda cada día: sí, tú puedes.