Por: Ana Vargas
Lo que observo a diario en actividades sociales.
Vivir en un mundo donde el valor de las persona no siempre se mide por su integridad, su bondad o su esfuerzo, sino por el interés que despierta en los demás. Es triste pero común ver cómo muchas veces el respeto, la atención o incluso la cortesía dependen del estatus social, el dinero o la influencia que se tenga.
Si una persona no representa un beneficio directo, suele ser ignorada o tratada con indiferencia.
Hay quienes son saludados con entusiasmo, reciben sonrisas y palabras amables solo porque tienen un “nombre” o una “posición”. En cambio, otros, con los mismos derechos y sentimientos, pasan desapercibidos porque no representan una oportunidad o un interés particular. Esta conducta desenmascara un vacío social que nos hace ver a las personas como objetos útiles, y no como seres humanos dignos de respeto por el simple hecho de existir.
Medimos a los demás por su “utilidad”, y no por su humanidad. ¿De qué nos sirve tanto progreso si olvidamos lo más básico: la dignidad del otro? La verdadera grandeza no está en tratar bien al que está “arriba”, sino en mirar con igualdad y respeto a todos, sin importar su estatura social. No se trata de lo que alguien tiene, sino de lo que es.
En un mundo tan interesado, quien valora a los demás por lo que son y no por lo que tienen, es una rara joya. Y quizás por eso, aún hay esperanza.