Por: Ana Vargas.
En un mundo donde muchos buscan brillar más que los demás, la humildad es como un faro de luz serena que ilumina sin deslumbrar.
Es una palabra que no grita, pero resuena en cada gesto de generosidad, en cada acto de comprensión, en cada momento en que alguien elige escuchar en lugar de imponer su voz.
Ser humilde no significa minimizarse, sino reconocer que todos estamos hechos de la misma esencia, que nadie es más ni menos que el otro. Es saber que, por más alto que se llegue, siempre hay algo nuevo por aprender, alguien de quien inspirarse y un motivo para agradecer.
La humildad tiene un poder silencioso atrae lo bueno, fortalece los lazos humanos y abre puertas que la arrogancia jamás podría cruzar. Nos enseña a ver con claridad, a valorar lo que tenemos y a reconocer lo que nos rodea. Es la virtud de quien sabe que la grandeza no está en el orgullo, sino en la capacidad de mirar a los demás con empatía y respeto.
Quien practica la humildad vive más ligero, porque no necesita demostrar nada, solo ser. Y en ese «ser» genuino, encuentra la paz, el amor y el verdadero éxito.
Debemos saber que, al final del camino, lo que importa no es cuánto brillamos, sino cuánta luz dejamos en la vida de los demás.