“Somos polvo de estrellas”, dijo Carl Sagan. La frase es pura poesía y, por eso, también está cargada de verdad. Porque la poesía es la verdad expresada en su forma más pura, y porque las estrellas son eso: poesía galáctica, como diría Toño Rosario. Pensar en esa frase remueve los cimientos de la conciencia humana, porque redefine el concepto de existencia y extiende los límites del tiempo hasta el origen de todo.
Pensar que nuestros cuerpos están formados por átomos que alguna vez pertenecieron a estrellas, es fascinante. Antes que la Tierra se conformara, ya el universo tenía 9,500 millones de años de existencia. En ese periodo, muchas estrellas habían nacido y muerto, y, flotando en el espacio, se encontraban esparcidos los restos de todos esos cadáveres estelares… Luego, la Ley de Gravitación Universal hizo su trabajo y lentamente fue aglutinando los materiales necesarios para la conformación de los planetas del Sistema Solar, de nuestro hogar.
Después de que naciera la vida, la evolución puso a caminar bípedamente a un débil homínido en medio de la sabana africana; y lo puso a caminar tanto, que nos hizo llegar hasta aquí, justo al frente de este teclado. La historia de la humanidad es la historia del universo. Así de simple, así de soberbio, así de antropocéntrico como suena, así de cierto.
Con motivos de sobra para andar encorvado por el peso de tanta prepotencia cósmica, el sapiens asume y presume su condición de único en todo el universo. La suciedad oculta bajo la alfombra narra una historia de violencia y destrucción. No éramos los únicos, claro que no, pero nos encargamos de exterminar o diluir en nuestros genes a los primos que caminaron junto a nosotros en aquellos primeros días.
Arrebatamos a los neandertales los genes que le otorgan una belleza sin igual a las pelirrojas, que les llenan los hombros de pecas, los que ajustan con mayor precisión el ritmo circadiano; a los denisovanos les quitamos el gen que nos permite adaptarnos a las alturas, procesar la grasa más efectivamente, etc.
Ese sentido de superioridad evolutiva nos ciega y nos impide calibrar lo efímera y fugaz que es la vida. El aumento de la esperanza de vida en el último siglo nos hizo perder la dimensión de la cortedad de la existencia. No medimos el tiempo porque nos creemos eternos, y ni siquiera le damos importancia al hecho de que, a medida que envejecemos, los meses corren más rápido… la navidad llega más pronto.
La muerte se esconde en cualquier esquina; en un coágulo de grasa que aún no se desprende de la arteria que está destinado a taponar; en una sola célula que olvidará sus instrucciones de reproducción, etc.
Según los estoicos, recordar que la muerte nos aguarda, también nos libera. Además, no hay de qué preocuparse, si estamos hechos de polvo de estrellas, siempre seremos eternos.