Las redes sociales van a acabar con nosotros… o quizás no. Quizás, lejos de destruir nuestra civilización y sus viejos mecanismos de relacionamiento primario, contacto físico y cercanía corporal, lo que ocurre es un cambio de paradigma social.
Vivimos un contraflujo de la historia donde las normas básicas de convivencia ya no nos sirven; donde podemos desechar los constructos sociales expresados en normas de cortesía y buenos modales, y sentarnos en medio de la gente (familiares o parejas) e ignorarlas olímpicamente mientras interactuamos, no con ellos (que están frente a nosotros), sino con extraños que algunas veces están a kilómetros (¿miles?) de distancia.
El fenómeno es mundial, global, planetario. Lejos de ser periférico o irradiado desde el centro, su epicentro está deslocalizado y empieza en la pantalla de nuestros celulares. Siendo así, no debería sorprendernos que casi todos seamos víctimas y victimarios.
Que los ciudadanos caigamos en el pozo sin fin de las redes sociales, la vitrinización de nuestras vidas, y que hayamos decidido convertir cualquier pequeño y trivial instante en algo “memorable” digno de ser compartido (¿ostentado?) a unos demás que, lejos de no importarles, con sus “me gusta” alimentan nuestros circuitos dopaminérgicos cuando aprueban la dinámica banal y superficial.
El “me gusta” reconoce al vitrineo en las redes como un mecanismo válido de comunicación y cortejo (que me lo digan a mí…), en donde la exposición constante de nuestra cotidiana individualidad se erige en lenguaje universal de la “sociedad del espectáculo”. Sin embargo, lo anteriormente señalado es algo que entra en la esfera privada.
Lo que debería llamar a preocupación es que la tendencia se refleje en el sector público, concretamente, en la política. No porque los políticos sean de otro planeta y deban sustraerse a su naturaleza humana cuando ejercen algún cargo, y, por tanto, deban comportarse diferente a los demás; sino porque, en función de la administración de recursos del Estado que hacen, podría existir la presunción del uso de esos recursos en el financiamiento del comportamiento “posteado”, quedando expuestos al efecto bumerán que dicha exposición genera.
No es sólo un tema de ética o legalidad, sino de manejo, prudencia, comedimiento, sentido común, ¡y hasta prigilio! Eso, lo de andar con una “troupe”, una legión de colaboradores que documentan el día a día del funcionario en cuestión para luego subirlo a sus redes –a manera de rockstar–, olvidando que la exposición que da una posición pública conlleva una administración de movimientos controlada y editada de la realidad real, cuando se proyecta en el mundo de la realidad virtual.
Al margen de que el paradigma general está cambiando, aún se mantienen vigentes los mecanismos de resentimiento (dirían algunos) o de ajustes de cuentas (dirían otros), y un voto de castigo no necesita de muchos incentivos, y una publicación bien podría generar en unas elecciones un “me gusta” en sentido contrario.