Por Wanda Espinal
El otro día, me encontraba sentada en un consultorio médico. A mi derecha, un señor de unos 60 años desprendía un rico y sutil aroma fresco y amaderado. Lo acompañaba un joven, evidentemente su hijo.
El joven, inquieto, cambiaba constantemente de posición en el incómodo asiento de metal. Con los auriculares negros puestos, respiraba hondo cada vez que su padre le hacía alguna pregunta o comentario. Aquella dinámica se repitió durante los siguientes 40 minutos.
Cuando su turno llegó y ambos entraron al consultorio, sentí un vacío inexplicable. Me sorprendí a mí misma sintiendo tristeza por personas a quienes no conocía.
Pasaron los días y aquellos caballeros no dejaban de rondar mis pensamientos. De pronto, todo tuvo sentido.
Lo que sucedió ese día caluroso de verano me había dolido porque recordé las visitas al médico de mi propio padre, acompañado por mi madre, mi hermano y, en ocasiones, por mí. Ver la indiferencia del joven de pelo negro rizado y el esfuerzo de su padre por conectar con él me había conmovido profundamente.
Al comprenderlo todo, desee tanto poder tener la oportunidad de estar junto a papi, aunque fuera en una fría sala de espera de un consultorio médico.