Por Wanda Espinal
El otro día, mientras saboreaba mi segunda comida del día en un emblemático restaurante acogedor de Valverde, la Ciudad de los Bellos Atardeceres, fui testigo de una escena que me conmovió profundamente.
A mi izquierda, una elegante señora, vestida en blanco y azul, compartía una íntima conversación con su esposo. Sus manos entrelazadas y sus miradas cómplices hablaban de un amor que trascendía el paso del tiempo. Sus recuerdos, proyectos y risas me transportaron a un mundo de sueños y anhelos.
Al llegar sus platos, continuaron hablando de lugares que querían visitar con los nietos, y sus risas resonaban en el ambiente. Yo no quería irme, así que pedí un postre para mí.
Mientras lo disfrutaba, reflexioné sobre mi propia vida y me di cuenta de que sigo siendo una soñadora romántica que aprecia los detalles, los recuerdos bonitos y las historias de amor que superan las dificultades.
Al momento de pagar la cuenta, me di cuenta de que deseo tanto envejecer junto a alguien especial que comparta conmigo los días soleados y las tardes lluviosas, y que incluso en la vejez, me mire a los ojos un domingo de verano en un restaurante cualquiera, siempre tomados de la mano.