Por Wanda espinal
El otro día, estaba cenando en la terraza de la casa donde vivo cuando de repente vi una abeja moviéndose sobre la mesa. Varias abejas volaban cerca del bombillo, y luego volvían a la mesa cubierta con el mantel de encaje blanco, que estaba cubierto por uno de plástico.
Observaba con cuidado para que no se me acercara y me picara. Después de unos minutos, recordé un video que había visto. Decían que, si una abeja está en el suelo y no puede volar, no se le debe hacer daño; en cambio, se le puede dar un poco de agua con azúcar para que se recupere. Decidí hacerlo.
Con pasos lentos, pero firmes, fui a la cocina, preparé la mezcla y regresé. Le coloqué varias gotas cerca y me quedé maravillada al ver cómo la abeja se movía para beber el agua dulce. A los pocos minutos, la vi levantar el vuelo y unirse a sus compañeras en la luz. Fue un momento hermoso y mágico.
Después de cenar, me quedé sentada terminando de ver una película, cuando de repente sentí un pinchazo muy fuerte y, en cuestión de segundos ya sentía un ardor insoportable. Una abeja me había picado. ¡Qué rabia! Solo podía pensar que tal vez había sido la misma a la que había ayudado. O quizás era otra, no lo sé.
Como de todo saco una lección, mientras me bañaba y lavaba mi antebrazo, que estaba súper hinchado, rojizo y caliente, reflexioné. Pensé que con las personas pasa algo parecido: a veces las ayudas a levantarse cuando están caídas y, al recuperarse, ellos o alguien cercano a ellos “te pican”.
Con el paso de los días, la hinchazón fue cediendo, aunque por momentos todavía me ardía o picaba. De ahora en adelante, me dije a mí misma, “tendré más cuidado con las abejas que se me acerquen”