Por Wanda Espinal
El otro día, mientras esperaba mí pedido en un conocido restaurante de Dajabón, me dediqué a observar a la gente a mí alrededor. En una mesa, una familia luchaba por conectarse entre ellos mientras tenían la tentación de los celulares. A unos pasos, un grupo de amigos debatía sobre los diferentes sabores y presentaciones de los cocteles del menú. Sin embargo, una escena en particular captó mi atención.
En una mesa para cuatro, estaban sentados un señor mayor y su evidente nieto adolescente, quienes compartían un momento tranquilo. Hablaban y reían entre ellos, miraban sus teléfonos en diferentes momentos y volvían a conversar. De repente, llegó un hombre de la misma generación del abuelo. Después de saludarlo, el adolescente pidió permiso y se retiró a otra mesa. Pasaron 12 minutos, el visitante se despidió, y el joven volvió a sentarse junto a su abuelo.
Este gesto me pareció un claro ejemplo de educación y respeto.
Pero tengo opiniones encontradas con este tema. Por un lado entiendo que cuando los niños y adolescentes se involucran en conversaciones de adultos se fortalece su desarrollo cognitivo, puede reforzar el vínculo familiar, ayuda a desarrollar habilidades sociales, entre otros beneficios.
Sin embargo, considero que los niños y adolescentes no deben escuchar todas las conversaciones de adultos hasta que la discreción sea forjada en ellos, tomando en cuenta el lenguaje que se utiliza, la privacidad y enseñarles límites.
Aunque sé que esta opinión puede resultar controvertida, creo firmemente que hay momentos para todo.