Por: Ana Vargas.
Nos pasamos la vida buscando el amor en otros, esperando que alguien nos mire con ternura y nos haga sentir especiales. Pero, ¿qué pasaría si nos diéramos a nosotros mismos esa mirada primero? Enamorarse de uno mismo no es egoísmo, es reconocer el valor que llevamos dentro, sin esperar validación externa. Es mirarse al espejo sin juicio, con la misma compasión con la que trataríamos a alguien que amamos profundamente.
Amarnos significa abrazar nuestras fortalezas y debilidades con la misma intensidad. No somos perfectos, pero en cada imperfección hay belleza, en cada error hay aprendizaje, y en cada cicatriz hay una historia de superación. El amor propio no nace de cumplir estándares ajenos, sino de aceptar que somos suficientes tal y como somos. Es darnos permiso para celebrar nuestras victorias sin vergüenza y ser pacientes con nuestras caídas sin culpa.
A veces, nos cuesta querernos porque hemos aprendido a medir nuestro valor en función de la aprobación de los demás. Pero el verdadero amor no se basa en la opinión ajena, sino en la relación que cultivamos con nosotros mismos. Hablarse con amabilidad, cuidar el cuerpo y la mente, establecer límites sanos y priorizar nuestro bienestar no son actos de vanidad, sino de respeto hacia quien seremos toda la vida: nosotros mismos.
Cuando aprendemos a amarnos, dejamos de buscar desesperadamente que otros nos completen, porque entendemos que ya somos enteros. Nos volvemos más selectivos con lo que aceptamos, más valientes en nuestras decisiones y más libres para vivir con autenticidad. Enamorarse de uno mismo es un acto de revolución silenciosa, porque cuando nos amamos, enseñamos a los demás cómo queremos ser amados.