Cuando pensamos en desarrollo sostenible, solemos imaginar infraestructura, inversión extranjera o innovación tecnológica. Sin embargo, la educación es el verdadero motor de cambio, silencioso y poderoso, que aspiramos se convierta en la base para el liderazgo femenino.
Invertir en la educación de las niñas es un acto de justicia social y a la vez una estrategia económica y política inteligente. El Banco Mundial ha demostrado que cada año adicional de educación secundaria para una niña puede incrementar sus ingresos futuros en un 20%. Más allá del beneficio individual, este efecto se multiplica en comunidades enteras, porque mujeres educadas retrasan la maternidad, forman familias más saludables y participan activamente en la vida cívica y política.
Pero no basta con formar profesionales; necesitamos formar líderes. Líderes en política, empresa, ciencia, tecnología y en la innovación social. La UNESCO advierte que, aunque las mujeres constituyen más de la mitad de los graduados universitarios en muchos países, siguen estando subrepresentadas en puestos de alta dirección y en sectores estratégicos como energía, finanzas o tecnología. El problema no es de capacidad, sino de oportunidades y de estructuras que, consciente o inconscientemente, frenan su ascenso.
Uno de los mayores obstáculos es la carga desproporcionada de los cuidados. En la mayoría de los países, las mujeres realizan entre dos y tres veces más trabajo de cuidado no remunerado que los hombres. Según la CEPAL, si este trabajo se contabilizara, representaría hasta un 25% del PIB. Este tiempo invertido limita su participación plena en el mercado laboral y en la vida pública. Cuando una sociedad delega casi exclusivamente en las mujeres esta responsabilidad, desperdicia talento, frena la innovación y reduce su potencial de crecimiento. Redistribuir esta carga entre Estado, empresas y familias no es solo un acto de justicia: es una estrategia inteligente de desarrollo.
Es por eso que consideramos que la ecuación que puede generar mayor liderazgo femenino está compuesta primero, por educación, que forme en competencias técnicas, pensamiento crítico y habilidades blandas; segundo, por oportunidades reales para que las mujeres apliquen esos conocimientos en espacios donde se toman decisiones; y tercero, por políticas públicas y entornos laborales que promuevan la igualdad de condiciones y faciliten la conciliación familiar.
Los ejemplos internacionales confirman esta ecuación. En Ruanda, tras implementar políticas educativas inclusivas y garantizar la paridad política, las mujeres ocupan el 61 % de los escaños parlamentarios, el mayor porcentaje del mundo. El país, además, ha registrado uno de los crecimientos más rápidos de África. En Finlandia, la combinación de educación de alta calidad y fomento del liderazgo femenino ha convertido a esta nación en un referente global de competitividad e innovación.
Para América Latina, y particularmente para la República Dominicana, el reto es doble, hay que garantizar acceso y calidad educativa para niñas y jóvenes, y derribar los techos de cristal que frenan su liderazgo. Esto implica reformar los programas educativos para incluir formación en liderazgo, ciudadanía, tecnología y emprendimiento desde edades tempranas. También requiere crear redes de mentoría y patrocinio que conecten a jóvenes con mujeres líderes consolidadas y aplicar políticas laborales y empresariales que faciliten la conciliación y eliminen sesgos de género en los ascensos.
La educación empodera; el liderazgo transforma. Juntas, educación y liderazgo femenino crean un círculo virtuoso capaz de impulsar el verdadero desarrollo. Apostar por esta ecuación es la clave para construir un futuro más justo, próspero e inclusivo.