Por: Ana Vargas
A veces creemos que ya lo hemos visto todo, cómo habla una persona, cómo se viste, de dónde viene o en qué trabaja. Y desde esa primera mirada apresurada, formamos un juicio. Sin darnos cuenta, caemos en el hábito de subestimar, de creer que sabemos quién es alguien sin conocer su historia. Pero la vida siempre encuentra la forma de desmentirnos.
Cada persona guarda dentro de sí una fuerza silenciosa, un talento escondido o un camino recorrido que no siempre se nota a simple vista. Hay quienes parecen tímidos, pero tienen una valentía que sorprende. Otros se ven frágiles, pero han superado tormentas que muchos no resistirían. Subestimar es olvidar que todos cargamos algo que no se ve, pero que sostiene más de lo que imaginamos.
Cuando subestimamos, nos perdemos la oportunidad de aprender. La enseñanza puede venir del lugar menos esperado: alguien más joven, alguien sin estudios, alguien que simplemente ha vivido la vida desde otro ángulo. Y justo cuando creemos que nada nuevo puede sorprendernos, ese alguien nos deja una lección que marca. Ahí es cuando entendemos lo peligroso que es mirar por encima del hombro.
También es cierto que en ocasiones la vida nos da bofetada de pura realidad. Eso pasa cuando alguien que juzgamos pequeño hace algo grande; cuando quien parecía débil se levanta más fuerte que muchos; cuando quien creíamos incapaz demuestra una capacidad que nunca imaginamos. Es entonces cuando la impresión nos deja sin palabras, y nos obliga a revisar nuestro propio orgullo.
No subestimar es también reconocer que todos tenemos valor, incluso cuando no lo vemos en el otro o en nosotros mismos. Significa bajar la guardia del ego y abrir la mente para entender que cada ser humano tiene un brillo propio. Y que ese brillo, aunque escondido, puede iluminar más que el de quien presume tenerlo todo claro.
Al final, la vida es más sencilla cuando dejamos de juzgar y empezamos a observar. Menos etiquetas, más respeto. Menos suposiciones, más humildad. Porque nunca sabes quién puede enseñarte algo, quién puede tenderte la mano o quién puede sorprenderte para bien. Y ahí, justo en ese giro inesperado, es donde entendemos por qué nunca debemos subestimar a nadie.