Por Wanda Espinal
El otro día volví a ser consciente de una realidad inevitable: la gente juzga, desearía que no lo hicieran, pero lo hacen.
Como contexto te cuento que mi familia nunca ha pertenecido a una clase social y económica alta, por lo que históricamente hemos sido subestimados en muchos aspectos.
Una tarde de estas, bajo una lluvia muy fuerte, me encontraba en un colmado pidiendo un producto. Mientras esperaba mi pedido, di un breve paseo por los tramos en busca de otras cosas que necesitaba. En ese momento, entró una persona que, por conocimiento general, es de alto valor adquisitivo y, por cosas del destino, pidió exactamente el mismo producto que yo.
Lo que el despachador no notó fue que yo estaba observando toda la situación: a mí me estaban empacando el producto de un paquete que ya estaba destapado, y a la otra persona, le prepararon su pedido de un paquete que aún estaba sellado y fresco.
Aquello me molestó muchísimo. En ese instante, recordé que a mi madre, hace muchos años, le habían hecho exactamente lo mismo, y en el mismo lugar. Sentí que mi corazón se aceleraba, y por unos segundos mis pensamientos se nublaron. Se lo comenté a alguien y me dijo que quizás el que ya estaba destapado no era suficiente para completar el pedido de la otra persona, y no fue así, sí era suficiente. También me ha pasado que si pido algo con delivery, me envían las cosas que ya casi están a punto de vencer. ¿Puede que me esté victimizando, o que esta práctica sea más común de lo que yo creo?
Si a este punto de la lectura te preguntas qué hice después de lo que pasó, te digo que esa tarde debí ser nominada a los Premios Oscar. Imagínense la siguiente escena: yo tengo dos celulares, a uno de ellos le subí el volumen, y del otro me hice una llamada, cuando “la tomé” hice ver que estaba hablando con alguien que me decía que estaba haciendo brisa y el agua lluvia se estaba entrando a la casa. Me alarmé y desesperé (más dramática que yo, nadie), le dije al despachador que me disculpara que iba a tener que dejar todo, obvio que quienes estaban ahí estaban atentos a mi “preocupación”. No les di tiempo de reaccionar, cuando ya estaba abriendo mi sombrilla y justamente cuando iba saliendo vi que venía una guagua y pensé “es que Dios está conmigo”, el drama me quedó perfecto. ¿Estuvo bien? ¿Estuvo mal?, no lo sé, ni pienso averiguarlo. De lo que sí estoy segura es que al menos me di a respetar, con mentiras, sí, lo sé, pero no le di el gusto de llevarme el producto.
Más tarde, ya tranquila en casa, traté de ponerle nombre a mis emociones y entendí que no sentía rabia ni decepción, sino una profunda tristeza. ¿Por qué existen las diferencias sociales? ¿Por qué seguimos cargando con este peso ancestral?
Esa tristeza que sentí, pienso que fue válida ante una injusticia, no sólo por el disgusto pasajero por un producto, sino por una herida reabierta que me recordaba el trato desigual en diferentes aspectos, por el recuerdo de muchos momentos en los que he sido subestimada.
Eso que viví fue un recordatorio de que la lucha por la equidad y la dignidad no se gana sólo con leyes, sino con cada interacción humana.