Por: Ana Vargas.
Vivimos en tiempos donde la exposición es norma. Redes sociales, foros y conversaciones digitales han convertido cualquier error en un espectáculo público. Una palabra mal dicha, una decisión equivocada o un simple descuido pueden desencadenar una avalancha de críticas, sin embargo, la corrección verdadera, la que realmente transforma, no se hace en público ni con la intención de humillar. Se hace en privado, con respeto y con el propósito de edificar.
Todos cometemos errores. Es una realidad innegable de la condición humana. Lo que marca la diferencia no es el error en sí, sino cómo se nos ayuda a enfrentarlo. ¿Nos señalan con el dedo y nos exponen al juicio de los demás? La primera opción genera vergüenza y resentimiento; la segunda, crecimiento y madurez.
Cuando alguien corrige en público, generalmente busca una de dos cosas: exhibir su supuesta superioridad o hacer de la corrección un espectáculo para otros. En ambos casos, la persona que recibe la corrección no aprende con dignidad, sino con miedo o con rabia. Y lo peor es que, muchas veces, la intención deja de ser ayuda y se convierte en castigar.
Cuando alguien se toma el tiempo de corregir en privado, está enviando un mensaje claro: «Creo en tu capacidad de mejorar». No se trata de esconder los errores, sino de tratarlos con la seriedad y la humanidad que merecen. Es un acto de respeto y confianza en el otro, en su capacidad de crecer sin ser destruido en el proceso.
Enseña a alguien con respeto y sin humillar es una forma de construir seres humanos más fuertes, más reflexivos y menos temerosos de equivocarse. Porque si corregimos con compasión, también enseñamos a corregirse a sí mismos con amabilidad. Y en un mundo que juzga rápido y perdona lento, ese es un verdadero regalo.