No hay terremoto más silencioso que ver cómo alguien que era tu refugio se convierte en un lugar donde ya no puedes quedarte.
No hubo gritos, no hubo caos… solo esa transformación lenta, casi imperceptible, de un alma que te miraba con amor y un día empezó a mirarte como si nunca te hubiera conocido. Como si la historia que escribieron juntos pudiera borrarse de un plumazo.
Eso duele más que cualquier ruptura ruidosa.
Porque el amor no se acaba cuando el otro se va. El amor duele más cuando el otro cambia.
Y entonces te quedas ahí, amando en silencio. Meditando por él. Orando por “nosotros”. Esperando, con fe absurda, que tal vez recuerde lo que fueron. Que regrese esa versión de él que te abrazaba como si el mundo se fuera a acabar.
Pero no siempre vuelve. Y tal vez eso es lo que la vida quiere enseñarte:
Que incluso cuando alguien se vuelve irreconocible, tú no tienes que perderte contigo.
Que aunque el otro se transforme en un ogro, tú puedes seguir siendo luz.
Y que a veces el acto más grande de amor no es quedarte… sino soltarte.
No para olvidarlo.
Sino para recordarte a ti.
Y si algún día vuelve…
que sea porque también decidió amarse, encontrarse, y regresar con el alma en las manos.
No por costumbre, No por culpa, No por miedo a perderte.
Sino porque finalmente entendió lo que tú ya sabías:
Que el amor verdadero no se encuentra, se construye.
Y nadie puede construir contigo mientras se destruye a sí mismo.
El amor sana no destruye.
Por: Yameirys Acevedo