Por Wanda Espinal
El otro día, estaba en el Metro de Santo Domingo, y me descubrí llevando vida.
La imagen de una joven estudiante, visiblemente cargada, llamó mi atención. Llevaba una cartera grande, un termo grande de agua, una lonchera y una cátedra. La pesada carga que llevaba me hizo sentir una punzada de empatía y me transportó a mis años de estudiante.
Recordé aquellos tiempos en los que mis compañeros de trabajo solían bromear sobre mi mochila, cuando llegaba con ella a la oficina, ya se sabía que tenía clases ese día. Para mí, la mochila era una solución práctica, una forma de organizar mis pertenencias y aligerar la carga. Era consciente de que complicarme la vida, especialmente en el transporte público de Santiago, no era una opción para mí.
Al observar a la joven estudiante, muchas preguntas invadieron mi mente: ¿Por qué lleva tantas cosas? ¿Acaso no tiene una mochila? ¿Cuánto cuesta una mochila? ¿Podría ella comprar una? Aunque no encontré respuestas, la escena me llevó a reflexionar sobre la importancia de simplificar nuestras vidas.
En un mundo donde las exigencias diarias pueden abrumarnos, es fundamental encontrar formas de aligerar la carga. No se trata solo de una mochila, sino de adoptar una mentalidad que priorice la practicidad y la eficiencia. A veces, nos aferramos a complicaciones innecesarias, cuando la solución puede ser tan simple como un cambio de perspectiva o una mejor organización.
La joven del Metro me recordó que todos llevamos nuestras propias cargas, visibles e invisibles. Y aunque no siempre podamos resolver los problemas de los demás, podemos ofrecer una mirada de comprensión y un recordatorio de que la vida puede ser más sencilla si elegimos enfocarnos en lo esencial.