Por Wanda Espinal
El otro día, estaba “cortando tela” con una amiga, entre risas y chistes, la conversación se tornó sombría cuando me contó sobre una situación de violencia de género que presenció.
Para esta historia, usaremos los siguientes nombres:
· Plutarca: mi amiga.
· Conchita: la hija de la vecina de mi amiga.
· Margarita: la vecina de mi amiga.
· Margarito: cuarto esposo de la vecina, padrastro de Conchita.
Un día, Plutarca estaba limpiando su casa cuando recibió una videollamada de Conchita.
Esto le pareció extraño, porque normalmente se comunicaban por WhatsApp para intercambiar ideas sobre libros y manualidades.
Al contestar, vio a Conchita roja, llorando y escondida. Se escuchaba un ruido de fondo. Plutarca alarmada, le preguntó qué sucedía. La niña, de 10 años, le dijo que Margarito estaba golpeando a Margarita y que creía que la iba a matar. Le rogó que fuera a ayudar.
¡Yo estaba atónita! No podía creer lo que Plutarca me contaba. Por supuesto que le pregunté qué había hecho, y me respondió: “absolutamente nada, no iba a meterme en eso. Le dije a la niña que saliera de la casa por donde no la vieran, que yo iba a buscarla. Así lo hice”.
Luego nos pusimos más serias, comenzamos a hablar sobre posibilidades que hubieran pasado. Nos hicimos preguntas:
· ¿Debí haber intervenido para defender a Margarita?
· ¿Debí haber llamado a la policía?
· ¿Margarita dejará a Margarito después de esto?
· ¿Verá Conchita la violencia como algo normal en el futuro?
Las preguntas quedaron sin respuesta.
Ahora les pregunto a ustedes, ¿qué habrían hecho?