Por Wanda Espinal
El otro día, estaba tomándome un café en la sala de mi casa mientras afuera llovía muy fuerte. Fuerte de verdad.
En medio del aguacero, recibí un mensaje de una vecina preguntándome si yo sabía hacer rolos. La pregunta me pareció extraña, y le respondí que no. Ella me envió un sticker que sentí como un cuestionamiento, seguido de un mensaje muy directo: “Vecina, las mujeres tienen que saber hacer de todo para que el hombre se mantenga motivado”.
Ni perdí, ni gané, le respondí diciéndole que yo sé hacer muchísimas cosas, pero que eso, precisamente, no lo sabía hacer.
Después de enviarle el mensaje, me pregunté a mí misma: ¿por qué sentí la necesidad de darle explicaciones? Yo vivo dando explicaciones de todo lo que hago, pero ese, es un tema para otro día.
Cuando decidí escribir esto pensaba mucho en la pesada herencia cultural que lleva este acto implícita. El comentario de mi vecina, puede parecer inofensivo, pero era un eco de la presión social que históricamente ha encasillado a la mujer, limitando su valor al repertorio de habilidades que supuestamente “mantienen motivado” a un tercero.
Yo pienso que el problema no es saber o no hacer rolos; el problema es la expectativa implícita de que el conocimiento femenino deba medirse con la vara de la complacencia. La motivación de una pareja, o de cualquier persona, no debería recaer en la capacidad de la mujer que cubra todas las funciones domésticas, estéticas o culinarias, sino en la valía intrínseca de su ser.
Sé que se ha trabajado mucho, y también sé que falta mucho más para desmontar la idea de que somos piezas que requieren mantenimiento constante para evitar desinterés ajeno.
Nuestro valor no se negocia con una lista de tareas hechas o habilidades aprendidas. La única explicación que una mujer se debe a sí misma es la de ser libre para decidir qué aprende, qué disfruta y qué ignora.
La motivación, si existe, debe ser mutua y comentada en el respeto por la persona completa, no por lo que sabe o no hacer.