Por Wanda Espinal
El otro día, caí en el error de juzgar a una persona por su apariencia física.
Resulta que estaba en Santiago de los Caballeros y, para moverme, utilicé una famosa plataforma de transporte. Cuando el carro gris, Hyundai Sonata, llegó, verifiqué discretamente que la placa coincidiera con la registrada en la aplicación. Por alguna razón, aunque sé que es un derecho que me asiste, todavía me da un poco de vergüenza hacerlo y que el chofer lo note.
Cuando bajó el cristal para confirmar mi nombre y yo el de “ella”, ¡oh, sorpresa! No era “ella”, era “él”. Aun así, me subí al vehículo.
Me acomodé, le di el código y el viaje comenzó. De inmediato, el joven me dijo: “Señorita Wanda, como se pudo dar cuenta, no soy la persona que sale en la aplicación. La cuenta es de mi madre, pero yo soy el que trabaja cuando no tengo clases en la universidad”. Lo miré, lo miré y lo miré…
Iba vestido con tenis de la marca del famoso jugador de baloncesto, bermudas color negro con bolsillos grandes a los lados, camiseta blanca a juego con los tenis, y una gorra negra con rojo. Y tenía un perfume… ¡wow, qué perfume! Aquello era como un orgasmo para el olfato. Sus tatuajes me llamaron la atención: tenía ambos brazos llenos y pude ver la palabra “Amén” tatuada detrás de su oreja derecha.
Mientras sonaba un tema muy famoso de José José, yo seguía juzgando al chico. Lo comencé a juzgar por su apariencia y, por supuesto, porque no era la persona que esperaba como chofer. Se me ocurrió revisar en ese momento otros detalles “del conductor” y, para mayor preocupación mía, salía que tenía 14 días trabajando. Como dirían en la calle “me paniquié”.
Me mantuve tranquila, escuchando su repertorio musical, se las sabía todas. Las canciones en inglés dejaban ver su excelente pronunciación del idioma.
En un momento sentí que el viaje estaba siendo eterno, los tapones colaboraban para eso. Comenzó una canción que conocía y tarareé el coro, el chofer bajó el volumen un poco y me dijo: “Señorita, es raro que usted no me ha pedido otras canciones. Aquí se ha montado gente a la que le molesta que yo escuche canciones de las de antes”. Sólo alcancé a reírme, justo cuando tuve que darle indicaciones de dónde dejarme específicamente.
Terminó el recorrido, pagué 280 pesos dominicanos y, cuando me iba a bajar, me entregó una tarjeta y me dijo: “Yo sé que soy nuevo y eso puede asustar a las personas. Estoy estudiando Derecho, quiero hacer las cosas bien y progresar sanamente. Si un día necesita un taxi, puede contactarme”.
Le agradecí, salí del carro y, cuando entré a la casa, seguía oliendo a él. Su perfume estaba impregnado en aquella tarjeta negra que tenía el nombre de la plataforma de transporte y sus datos personales.