Por Wanda Espinal
El otro día, colaboraba en la coordinación de una actividad para mi parroquia. Me di cuenta de que nos avergüenza hablar abiertamente de nuestra fe.
La planificación de este evento fue un proceso de constante evolución, un ejercicio de creatividad y adaptación. Sin embargo, el día de la actividad, la ansiedad se apoderó de mí, creo que del equipo completo, al ver la lenta llegada de los invitados.
Cuando finalmente comenzó la actividad, la llegada de dos jóvenes, tímidas y discretas, me hizo reflexionar. Noté cómo sus miradas buscaban que no hubiera personas cerca antes de decidirse a entrar.
Reconozco que, en algún momento de mi juventud, yo también experimenté esa sensación. Sin embargo, la gratitud por las bendiciones recibidas me hizo superar esa timidez.
Mis padres me inculcaron la importancia de los símbolos religiosos y la oración, pero fue una amiga muy importante para mí quien me enseñó el poder del agradecimiento. Desde entonces, cada mañana, doy gracias por las bendiciones constantes y por los favores recibidos.
He aprendido que la gratitud, tanto hacia Dios como hacia las personas que nos rodean, ennoblece el alma. Así como buscamos refugio en la fe durante los momentos difíciles, también debemos celebrar las alegrías y los logros con gratitud.
Continuar asistiendo a las eucaristías dominicales ha sido una experiencia transformadora. La conexión espiritual que siento, la paz que encuentro, ha sido fundamental en mi proceso de sanación tras la partida de mi padre.
Independientemente de la religión que profesemos, debemos hacerlo con orgullo y gratitud. La fe es un regalo que nos fortalece y nos conecta con lo trascendente.