Hay un momento en la vida en el que entendemos que nadie va a venir a rescatarnos, que no habrá una mano mágica que nos saque del dolor o de las dudas. Ese momento, aunque duela, es una bendición, porque ahí descubrimos que siempre hemos tenido la llave en las manos: la llave del amor propio.
Amarse a uno mismo no es mirarse al espejo y repetirse frases bonitas para convencerse. Es mucho más profundo: es reconocer nuestras heridas, sentarnos con ellas, comprenderlas y, aun así, abrazarnos. Es decidir que no vamos a permitir que nadie, ni siquiera nosotros mismos, nos trate con menos respeto del que merecemos.
El amor propio es aprender a estar a solas y sentirnos completos. Es saber que nuestra paz vale más que cualquier compañía que nos robe el alma. Es dejar de mendigar afecto donde solo hay migajas, y comenzar a darnos a nosotros mismos el banquete que siempre soñamos recibir.
No es egoísmo poner límites, es un acto de amor. Porque cuando uno se ama, entiende que no tiene que estar en todos lados, que no tiene que agradar a todos, que no tiene que quedarse donde el alma se encoge. Uno aprende a elegir, y sobre todo, a elegirse.
Yo aprendí que el amor propio no se construye de un día para otro, que es un camino de constancia, de caídas y de volver a levantarse con más dignidad. Es escuchar tu propia voz por encima del ruido, y confiar en ella. Es perdonarte, porque solo desde el perdón puedes crecer.
Hoy me amo no porque sea perfecto, sino porque me reconozco como un ser en proceso, con cicatrices que cuentan historias y sueños que aún laten fuerte. Me amo porque entendí que mi valor no depende de lo que otros vean en mí, sino de lo que yo decida creer sobre mí mismo.
Y en ese instante en que me abrazo, incluso en mis días más oscuros, comprendo que el amor propio no solo es importante… es la raíz de todo lo demás.
Por: Yameirys Acevedo.